Hay calles estrechas y anchas. Visto desde el cielo es un conjunto de rayas rectas y curvas que se entrelazan y esquivan de forma aleatoria. No hay casi asfalto, excepto sobre ciertas privilegiadas avenidas. Sin embargo hay tierra, mucha tierra de un marrón rojizo precioso que con la suciedad, el polvo y el humo de los coches tiende a tomar un tono más grisáceo. Mi calle es una de esas rayas del laberinto y es de laterita, la tierra que domina la gran parte de la ciudad y del país. De hecho, laterite, en francés, es el nombre que se le da a los pasadizos y callejuelas de la ciudad por los que difícilmente cabe un coche y por los que peatones, motos y vehículos varios transitan en las horas punta para evitar los atascos de las calles asfaltadas. Mi calle es ancha, y enfrente de mi portal negro, nace una laterite que desemboca en otra calle un poco más ancha que la mía. Es de tierra, claro. Hay basura, buganvillas secas que se han caído de las casas que hay a ambos lados, algún zapato, un pantalón roto que lleva un tiempo fosilizándose y algún charquito que se crea no sé muy bien por qué. En época de lluvias, durante los meses de junio, julio y agosto, la laterite parece un lago y son pocos los osados que la atraviesan a pie.

En el barrio hay de todo. En la calle un poco más ancha que la mía que hay después de la laterite, hay una pequeña ferretería en la que se encuentra todo lo que uno se puede imaginar y que te salva la vida cuando un domingo a las siete de la tarde se funde la bombilla de tu habitación. Dos chicos jóvenes la regentan y siempre te reciben sonrientes (“¡Bonjour Madame Rosio!”) y vestidos con sus boubous impolutos como las paredes exteriores blancas de su local que surge como un iglú en medio de tanta tierra y casa marrón. Siempre están, excepto a las horas del rezo, claro, porque echan el candado sobre la reja blanca de la puerta y se acercan a la mezquita de la esquina.

En el barrio siempre huele a pan y a croissants, sobre todo los sábados y los domingos por la mañana. La Boulangerie les Délices lleva desde 1992 siendo el referente en pan, bollos y pasteles de la ciudad. Al parecer, todos acudían a este negocio a comprar el pan diario, los antojos dulces y tartas de cumpleaños pomposas. Las colas eran impresionantes. Sin embargo, Les Délices, hoy tiene competencia y está de capa caída. Una mañana dominguera que fui a por mi sagrado pan con cebolla, escuché como una señora con varios hijos bien vestidos se quejaba de los precios y del actual servicio de la panadería: “¡Esto ya no es lo que era!”, aseguraba refunfuñando. Otras boulangeries más baratas han abierto por la zona y los pains au chocolat los encuentras menos secos y más sabrosos.

En el barrio viven personas de todos los tipos y orígenes. En la esquina de mi calle, lo que parece ser un amasijo de escombros olvidados tras unas obras, es la casa de un chico joven, peinado con rastas kilométricas, que siempre sonríe y saluda inclinando la cabeza levemente hacia atrás. A veces chapurrea algo y tiene la costumbre de sentarse en frente de su casa encima de un tronco de árbol cortado a fumar pitillos. Habla bajito y es complicado entenderle, así que yo le suelo contestar con una sonrisa y seguir por mi camino.

Al lado de donde él se sienta, tenemos el mismísimo “Michoui Chez Ali”, un terreno que siempre tiene el portal abierto en el que Ali y su familia han montado un negocio donde venden el plato más típico y lujoso del país: cordero relleno de arroz o cuscús con verduras cocinado durante horas en el calor de un gran horno de piedra. Los que pueden permitírselo, no organizan bautizo o boda sin michoui. Siempre hay niños a los alrededores de “Michoui Chez Ali”. Una vez, uno de ellos se asustó tanto al verme que huyó corriendo y gritando hacia donde estaban el resto de sus amigos y hermanos mayores. Supongo que era la primera vez que veía a una blanca tan rara como yo. Cuando le volví a ver, parecía menos sorprendido y, precavido, agitaba la mano desde lejos para saludarme.

En el barrio viven cabras y cabritos que se pasean por donde pueden esquivando coches y olfateando todo lo que pillan para comer algo. Nunca entendí qué hacen solas, dónde está su dueño o su pastor, por qué nadie las roba y cómo vuelven a casa…

El barrio es verde y florido. Hay una cantidad enorme de buganvillas y de lagartos azules, amarillos y naranjas que corretean por las paredes y tras las hembras verdosas y menos agraciadas de su misma raza. También hay colegios a los que niñas y adolescentes acuden a zancadas cada mañana mientras revisan la lección vestidas con su uniforme de falda beige hasta los tobillos y hiyab azul cielo. Decenas de vendedores ambulantes de mangos irresistibles, frutas variadas y objetos variopintos como colchonetas o cargadores de móvil, se pasean por el barrio cada día para llevar algo de comer a casa. Igual que los niños, acompañados de hombres ciegos, que pasan más de doce horas al día mendigando entre los coches. Casi igual.

No podemos olvidarnos de «Idrissa maki Les Nems«. Está a pocos metros de los michoui de Ali y también vende comida, pero esta vez se trata de un maki: bar/restaurante informal y escasamente iluminado en el que se venden brochetas, patatas fritas y cerveza. En «Idrissa maki les Nems» hay cuatro sillas oxidadas, algunas en el interior bajo un techo de hojalata y una cocina iluminada por un neón viejo que deja adivinar la grasa acumulada sobre las paredes. La especialidad de Idrissa son los nems: rollitos fritos rellenos de verduras y carne. Los nems de Idrissa son muy conocidos y consumidos en el barrio. Tanto, que en cualquier reunión de amigos siempre alguien aparece con unas cuantas raciones para completar el picoteo.

Cuando cruzas el asfalto de la calle Mali Béro surge una calle comercial, llena de negocios de joyeros artesanos, sastres, herreros, una mujer que vende dambou para llevar (plato típico local hecho a base de cereales y moringa), un par de verdulerías y Baklini, un muy frecuentado supermercado libanés en el que se encuentra casi de todo según el camión que haya llegado ese mes.

En el barrio están mis amigos, mi trabajo, mi hogar y las personas que cada día me saludan y me desean un buen día, una feliz tarde y me preguntan cómo está mi familia. Nunca imaginé que sentiría tan mío un amasijo de líneas de tierra desordenadas. Desde el cielo mi barrio son líneas de laterite, pero cuando las penetras y las vives, sacan a la luz un gran encanto e indescriptibles injusticias que desde el cielo nunca imaginarias.